Los horizontes emancipatorios y el veto presidencial
Lilian Celiberti y Rafael Sanseviero
Publicado en Brecha de Montevideo y Cotidiano Mujer
http://www.cotidianomujer.org.uy/
Para las y los izquierdistas que luchamos desde hace décadas por la legalización del aborto, el debate y posicionamiento sobre la autonomía reproductiva y sexual de las mujeres no es solo un tema de salud, (aunque esta es una dimensión significativa de la concepción de derechos) es también una concepción más profunda acerca de los caminos para el cambio de las relaciones sociales en sus dimensiones emancipatorias. Implica una concepción de la libertad de los individuos y los colectivos en la construcción de la sociedad y una visión acerca de los sentidos que articulan la experiencia vital de las personas donde se ponen en juego, miedos, esperanzas y oportunidades. Nos ubicamos en el campo de la izquierda precisamente por el horizonte emancipatorio y de derechos, que ha representado históricamente. En esa experiencia vital de las sociedades se construyen nuevos sentidos y dimensiones de la justicia y la libertad.
En este plano «la defensa de la vida desde el momento de la concepción» como lo hace el fundamento del Veto del Presidente Tabaré Vazquez y la Ministra de Salud Pública Maria Julia Muñoz, es una postura filosófica y política que no compartimos y tenemos el derecho de cuestionar y disputar como parte de una corriente progresista muy amplia (por la diversidad de posturas que comprende) en el mundo entero. Es un signo de oscurantismo conservador dar por cerrada la disputa en nombre de acuerdos internacionales que poco tienen que ver con el tema en debate. En efecto el fundamento del veto menciona las declaraciones de Helsinki y Tokio, tienen poco que ver con los ejes de este debate ya que la primera se refiere a normas éticas para la investigación científica en personas y la segunda a la participación de los médicos en actos de tortura en personas privadas de libertad. Ambas declaraciones en nada sustentan la definición del Poder Ejecutivo del embrión como persona o la criminalización de las mujeres y las parejas que deciden interrumpir un embarazo.
La experiencia subjetiva de decidir acerca de continuar o no con un embarazo es un dilema humano, que nace de la experiencia vital de las mujeres, y marca de forma ineludible la diferencia sexual entre hombres y mujeres, ya que solo el cuerpo femenino puede embarazarse. No hay duda de que la gran trasformación cultural del siglo XX ha sido precisamente la ruptura del destino marcado de las mujeres como madres, inaugurando una de las revoluciones más profundas de la subjetividad ciudadana: la posibilidad de las mujeres de pensarse como sujetos de derecho, ampliando de esa forma su capacidad para proyectarse en una pluralidad de campos, profesionales, laborales, políticos y sociales.
El dolor, la libertad, el goce, la responsabilidad de las mujeres y la dimensión ética de sus decisiones es una vez mas minimizada, silenciada y tutelada como si las mujeres no tuvieran discernimiento ni capacidad moral y ética.
Huelga decir que la incorporación del aborto provocado a la vida social uruguaya no resulta de la acción de quienes proponemos su legalización. Hace demasiadas décadas que está criminalizado, proscrito de los procedimientos médicos, y descalificada la mujer que se lo practica. Su permanencia entre los usos legitimados en lo profundo de la sociedad lo revela como una imperiosa y sostenida necesidad colectiva.
La clandestinidad del aborto implica que ante un embarazo conflictivo, las personas solo pueden ejercer el derecho a la maternidad voluntaria ‘renunciando’ a otros derechos, tales como las garantías de salud, vida, trato digno, libertad de conciencia, entre otros muchos.
Por eso la maternidad forzada es considerada por el Tribunal de Roma como un crimen de lesa humanidad, y no solamente en una interpretación restringida a la violación como acto de guerra, sino también ante la negativa absoluta de los estados a brindar servicios de aborto a quienes los requieran.
La lucha por legalizarlo representa la pretensión de subvertir un orden legal y social discriminador, violento e ineficiente. Muy lejos del “país de las maravillas” las uruguayas nacen y transcurren su vida fértil bajo amenaza de criminalización y de sufrir trato cruel, inhumano o degradante. Contra esa condición inaceptable emprendimos y mantenemos la lucha por la legalización del aborto, y quienes deben rendir cuentas del fracaso y las consecuencias de su opción política son quienes llevan el rechazo personal del recurso al aborto a nivel de política de estado y acto de fe.
Acerca de la normalidad del acto de vetar y la “costumbre” de abortar
En la página de la presidencia se afirma que “No hay en este trámite (el veto) nada anormal”. Se minimiza así el dato nada menor, desde el punto de vista del funcionamiento democrático, que las dos cámaras del Poder Legislativo votaron por mayoría el Proyecto de Ley de Defensa de la salud reproductiva. El veto es un remanente de la reforma constitucional de 1966 cuestionada por las fuerzas de izquierda en aquella coyuntura. Que sea constitucional el recurso, no lo convierte en un trámite “normal” y trivial ya que impone una decisión, a la fuerza política que gobierna.
Dice la fundamentación del Veto que “de acuerdo a la idiosincrasia de nuestro pueblo, es más adecuado buscar una solución basada en la solidaridaridad, que permita promocionar a la mujer y a su criatura…y de esta forma salvar a los dos” La “salvación” es un concepto muy lejano al universo conceptual y cultural en el que aprendimos y desarrollamos valores de solidaridad, justicia y equidad.
Por otra parte, un Poder Ejecutivo progresista no debería legislar en sentido contrario al sentir de una sociedad uruguaya, cuya convicción contra la penalización del aborto se expresa en la práctica social de personas y familias. Las conocidas encuestas a favor de la despenalización son un reflejo de esa realidad que no registra la carga de sufrimiento humano que comporta la gestión personal del aborto en la clandestinidad. Este aspecto central es el que el Poder Ejecutivo de izquierda debería situar en el centro de las definiciones.
En la página de presidencia se dice también que “Tampoco hay razones para dramatizar esta situación, a no ser que se tenga una visión devaluada o tremendista de la democracia o se pretenda transformarla en un recurso publicitario con objetivos que podrán ser legítimos pero que hoy resultan extemporáneos”.
Reconozcamos en esa afirmación una visión autoritaria sobre el debate plural de concepciones democráticas y un recurso argumentativo menor atribuir al “otro” concepciones devaluadas y extemporáneas. No se trata solo de tener diferencias políticas, religiosas o morales, una sociedad laica, no confesional y democrática debe reconocer en igualdad de condiciones y el estatuto moral, ético y filosófico de las opiniones de sus ciudadanos y le corresponde al Estado garantizar el ejercicio de esa libertad de opinión.
Lo que resulta extemporáneo es criminalizar a las mujeres, obligarlas a la clandestinidad o someterlas a una maternidad forzada cuando no lo desean
¿Cuando se pierde? ¿Quién pierde?
Cuando el debate político queda reducido a una contienda de ganadores y perdedores, es lógico que no se comprenda a cabalidad las dimensiones subjetivas de la política, es decir aquello que hace que la gente sienta, se apasione y adhiera a proyectos sustantivos que aspiran a construir mayores niveles de justicia. Pero hay momentos en que el que gana pierde y viceversa.
Si fuera cierto, por ejemplo, que estamos ante la derrota de la “agenda del derecho al cuerpo”, se trataría de una claudicación tan sustantiva del derecho a la construcción subjetiva y autónoma de las personas que no cabría pensar en un proyecto libertario ni de izquierda.
Lejos de consagrar la derrota de la agenda del derecho de las mujeres a su propio cuerpo, que por otra parte no está en las manos de ningún presidente ni de los fundamentalistas de ninguna iglesia, este episodio le propone a la izquierda el desafío de pensar que agenda y qué derechos defiende a la hora de pedir el voto a los ciudadanos y ciudadanas.
La lucha de las mujeres y la construcción de un extraordinario consenso democrático sobre este tema exceden la trayectoria política de los presidentes. Este Presidente, igual que el anterior, ejerció los recursos de presión a que lo habilitan con holgura las normas nacionales y las costumbres políticas para impedir este debate. Remontar esa resistencia ejercida desde la cúspide del poder constituyó una batalla cívica desde la ciudadanía, llevada adelante sin ofensa ni temor. Con libertad de conciencia y ampliando un espacio de libertad que en el sistema político estaba significativamente restringido por la presión sobre la bancada de legisladores de gobierno. Esa batalla política y democrática la perdió el presidente y la ganó la libertad ciudadana. Perdió en todos los escenarios donde fue necesario poner en juego algo más que su convicción y voluntad personal. La ciudadanía perdió cuando el Presidente no pudo renunciar a esa convicción y se desapegó de su proclamado artiguismo. Su autoridad no encontró freno en la voluntad soberana, no cesó frente a la “presencia soberana” de los y las parlamentarias de su fuerza política y de los ciudadanos y ciudadanas que creen y apuestan a la democratización y pluralización de la sociedad.
En este plano «la defensa de la vida desde el momento de la concepción» como lo hace el fundamento del Veto del Presidente Tabaré Vazquez y la Ministra de Salud Pública Maria Julia Muñoz, es una postura filosófica y política que no compartimos y tenemos el derecho de cuestionar y disputar como parte de una corriente progresista muy amplia (por la diversidad de posturas que comprende) en el mundo entero. Es un signo de oscurantismo conservador dar por cerrada la disputa en nombre de acuerdos internacionales que poco tienen que ver con el tema en debate. En efecto el fundamento del veto menciona las declaraciones de Helsinki y Tokio, tienen poco que ver con los ejes de este debate ya que la primera se refiere a normas éticas para la investigación científica en personas y la segunda a la participación de los médicos en actos de tortura en personas privadas de libertad. Ambas declaraciones en nada sustentan la definición del Poder Ejecutivo del embrión como persona o la criminalización de las mujeres y las parejas que deciden interrumpir un embarazo.
La experiencia subjetiva de decidir acerca de continuar o no con un embarazo es un dilema humano, que nace de la experiencia vital de las mujeres, y marca de forma ineludible la diferencia sexual entre hombres y mujeres, ya que solo el cuerpo femenino puede embarazarse. No hay duda de que la gran trasformación cultural del siglo XX ha sido precisamente la ruptura del destino marcado de las mujeres como madres, inaugurando una de las revoluciones más profundas de la subjetividad ciudadana: la posibilidad de las mujeres de pensarse como sujetos de derecho, ampliando de esa forma su capacidad para proyectarse en una pluralidad de campos, profesionales, laborales, políticos y sociales.
El dolor, la libertad, el goce, la responsabilidad de las mujeres y la dimensión ética de sus decisiones es una vez mas minimizada, silenciada y tutelada como si las mujeres no tuvieran discernimiento ni capacidad moral y ética.
Huelga decir que la incorporación del aborto provocado a la vida social uruguaya no resulta de la acción de quienes proponemos su legalización. Hace demasiadas décadas que está criminalizado, proscrito de los procedimientos médicos, y descalificada la mujer que se lo practica. Su permanencia entre los usos legitimados en lo profundo de la sociedad lo revela como una imperiosa y sostenida necesidad colectiva.
La clandestinidad del aborto implica que ante un embarazo conflictivo, las personas solo pueden ejercer el derecho a la maternidad voluntaria ‘renunciando’ a otros derechos, tales como las garantías de salud, vida, trato digno, libertad de conciencia, entre otros muchos.
Por eso la maternidad forzada es considerada por el Tribunal de Roma como un crimen de lesa humanidad, y no solamente en una interpretación restringida a la violación como acto de guerra, sino también ante la negativa absoluta de los estados a brindar servicios de aborto a quienes los requieran.
La lucha por legalizarlo representa la pretensión de subvertir un orden legal y social discriminador, violento e ineficiente. Muy lejos del “país de las maravillas” las uruguayas nacen y transcurren su vida fértil bajo amenaza de criminalización y de sufrir trato cruel, inhumano o degradante. Contra esa condición inaceptable emprendimos y mantenemos la lucha por la legalización del aborto, y quienes deben rendir cuentas del fracaso y las consecuencias de su opción política son quienes llevan el rechazo personal del recurso al aborto a nivel de política de estado y acto de fe.
Acerca de la normalidad del acto de vetar y la “costumbre” de abortar
En la página de la presidencia se afirma que “No hay en este trámite (el veto) nada anormal”. Se minimiza así el dato nada menor, desde el punto de vista del funcionamiento democrático, que las dos cámaras del Poder Legislativo votaron por mayoría el Proyecto de Ley de Defensa de la salud reproductiva. El veto es un remanente de la reforma constitucional de 1966 cuestionada por las fuerzas de izquierda en aquella coyuntura. Que sea constitucional el recurso, no lo convierte en un trámite “normal” y trivial ya que impone una decisión, a la fuerza política que gobierna.
Dice la fundamentación del Veto que “de acuerdo a la idiosincrasia de nuestro pueblo, es más adecuado buscar una solución basada en la solidaridaridad, que permita promocionar a la mujer y a su criatura…y de esta forma salvar a los dos” La “salvación” es un concepto muy lejano al universo conceptual y cultural en el que aprendimos y desarrollamos valores de solidaridad, justicia y equidad.
Por otra parte, un Poder Ejecutivo progresista no debería legislar en sentido contrario al sentir de una sociedad uruguaya, cuya convicción contra la penalización del aborto se expresa en la práctica social de personas y familias. Las conocidas encuestas a favor de la despenalización son un reflejo de esa realidad que no registra la carga de sufrimiento humano que comporta la gestión personal del aborto en la clandestinidad. Este aspecto central es el que el Poder Ejecutivo de izquierda debería situar en el centro de las definiciones.
En la página de presidencia se dice también que “Tampoco hay razones para dramatizar esta situación, a no ser que se tenga una visión devaluada o tremendista de la democracia o se pretenda transformarla en un recurso publicitario con objetivos que podrán ser legítimos pero que hoy resultan extemporáneos”.
Reconozcamos en esa afirmación una visión autoritaria sobre el debate plural de concepciones democráticas y un recurso argumentativo menor atribuir al “otro” concepciones devaluadas y extemporáneas. No se trata solo de tener diferencias políticas, religiosas o morales, una sociedad laica, no confesional y democrática debe reconocer en igualdad de condiciones y el estatuto moral, ético y filosófico de las opiniones de sus ciudadanos y le corresponde al Estado garantizar el ejercicio de esa libertad de opinión.
Lo que resulta extemporáneo es criminalizar a las mujeres, obligarlas a la clandestinidad o someterlas a una maternidad forzada cuando no lo desean
¿Cuando se pierde? ¿Quién pierde?
Cuando el debate político queda reducido a una contienda de ganadores y perdedores, es lógico que no se comprenda a cabalidad las dimensiones subjetivas de la política, es decir aquello que hace que la gente sienta, se apasione y adhiera a proyectos sustantivos que aspiran a construir mayores niveles de justicia. Pero hay momentos en que el que gana pierde y viceversa.
Si fuera cierto, por ejemplo, que estamos ante la derrota de la “agenda del derecho al cuerpo”, se trataría de una claudicación tan sustantiva del derecho a la construcción subjetiva y autónoma de las personas que no cabría pensar en un proyecto libertario ni de izquierda.
Lejos de consagrar la derrota de la agenda del derecho de las mujeres a su propio cuerpo, que por otra parte no está en las manos de ningún presidente ni de los fundamentalistas de ninguna iglesia, este episodio le propone a la izquierda el desafío de pensar que agenda y qué derechos defiende a la hora de pedir el voto a los ciudadanos y ciudadanas.
La lucha de las mujeres y la construcción de un extraordinario consenso democrático sobre este tema exceden la trayectoria política de los presidentes. Este Presidente, igual que el anterior, ejerció los recursos de presión a que lo habilitan con holgura las normas nacionales y las costumbres políticas para impedir este debate. Remontar esa resistencia ejercida desde la cúspide del poder constituyó una batalla cívica desde la ciudadanía, llevada adelante sin ofensa ni temor. Con libertad de conciencia y ampliando un espacio de libertad que en el sistema político estaba significativamente restringido por la presión sobre la bancada de legisladores de gobierno. Esa batalla política y democrática la perdió el presidente y la ganó la libertad ciudadana. Perdió en todos los escenarios donde fue necesario poner en juego algo más que su convicción y voluntad personal. La ciudadanía perdió cuando el Presidente no pudo renunciar a esa convicción y se desapegó de su proclamado artiguismo. Su autoridad no encontró freno en la voluntad soberana, no cesó frente a la “presencia soberana” de los y las parlamentarias de su fuerza política y de los ciudadanos y ciudadanas que creen y apuestan a la democratización y pluralización de la sociedad.
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